Hoy es el tercer domingo del tercer mes y me invaden las moscas. Quería dejar constancia de ello en la pantalla de un ordenador, pero no tengo. Quería escribir sentimientos en una hoja en blanco, pero todos los bolis son rojos y no me gusta el color. De lo que quería hacer a lo que tendría que hacer, hay como un abismo infernal. ¿Qué hago yo aquí? No es tan fácil responder a la complejidad en su estado más puro. A los siete años mi padre estaba mirando la tele y me senté en sus rodillas tapándole la visión para que me hiciese jugar. Entonces tuve la misma duda que hoy y le pregunté: «¿Qué hago yo aquí?», y él respondió: «¡Molestar!»; y me largué. A la misma edad, pero cinco minutos más tarde, fui a la cocina donde mi madre estaba preparando un delicioso pastel de zanahorias. Me acerqué cuando había sacado el molde y lo había puesto encima de la mesa y me senté muy cerca. Casi tan cerca que lo rocé con una de mis manos y le metí un dedo accidentalmente. Entonces pregunté: «¿Qué hago yo aquí?», y ella respondió: «¡Molestar!»; y me largué. A la misma edad, pero quince minutos más tarde me fui a la calle a dar un paseo y me encontré al cartero. Para él no pasaban las caminatas; era el mismo hombre canoso con ojeras espantosas y cara de osito Yogui. Me sonrió cuando me acerqué a él con ingenuidad, me siguió sonriendo cuando le tiré una bolsa llena de cartas encima de la acera y continuó con su sonrisa persuasiva cuando pisé un sobre grandote y seis o siete cartas con el rastro de una mierda de perra que había quedado en mi suela del zapato. Entonces le pregunté: «¿Qué hago yo aquí?», y él contestó: «¡Molestar!»; y me largué. A la misma edad, pero media hora después, fui a comprar unos chicles en una tienda muy cerca de casa. La señora Antonia me conocía desde que era un renacuajo, desde que daba vueltas por la tienda y desde que hablaba con ella para distraernos mutuamente. Me acerqué a ella en el peor momento: tenía más de veinte personas comprando a la vez, y eso la puso nerviosa. Su ímpetu solitario hizo que un billete de diez euros se encallase en la máquina de cobrar, que esta se estropease, que un golpe mal dado en el sitio equivocado activase la alarma de la tienda y que una sobrecarga de energía fundiese los plomos de la luz. Entonces la palpé y le dije: «¿Qué hago yo aquí?», y ella contestó: «¡Molestar!»; y me largué. Podría ponderar que girando el tiempo hasta la fecha actual siempre me ha dado la sensación de molestar o, dicho de otra forma, «aún no sé qué hago yo aquí».
Conflictos internos, esta es mi historia, como la de cualquier otro. Hay quien descubre la solución, quien diverge sus inquietudes con exactitud y quien por ser idiota se siente feliz de serlo. Molestar es relativo, como relativo es molestar. De los siete a los treinta actuales me hierve la sangre pensando que la vida es más compleja que estar en el sitio equivocado, ¿o no? Dar sentido a lo que hacemos en este mundo sería adquirir conocimientos demasiado profundos para tal ingenuo. Prefiero quedarme con las migas, dar un beso con una sonrisa de una niña y seguir pensando que quizá son los otros los que enfurecen al personal.

 

 
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