Ayer estaba tan tranquilo en mi casa y nada hacía prever que todo iba a dar un giro inesperado. Esos instantes sirven para valorar la importancia de los guiones personales y se observa que cada uno tiene un director distinto. Miraba la televisión ajeno a todo lo que me rodeaba. Un ojo en la pequeña pantalla y otro en el microondas. A menudo los enciendo y los observo detalladamente. Parece una chorrada, pero solo sería una chorrada si lo fuese de verdad. Explícitamente no lo es si consigues ver la doble lectura, tan escondida que ni siquiera yo sé encontrarla. Antes tenía el aparato en la cocina, pero no podía estar pendiente de la tele y además del microondas. Así que un día duro de pensamiento me lo llevé al lado del televisor y los casé sin compromiso firmado: uno al lado del otro como buenos compañeros de viaje; sin manías ni complejos de tamaño o capacidad de beneficio para su propietario. Ahora ellos me traen lo que nadie me puede traer con facilidad. Esa placidez que añoro en nocturnidad alterna. Noche sí y noche también me concentro en ellos y los comparo a la vez que los observo con detalle. Cada uno a su ritmo en franjas de cuartos de hora. Son quince minutos, ni uno más ni uno menos. En ese tiempo me siento en el sofá, en una silla cualquiera o incluso en el suelo y dejo fluir el tiempo reglamentario. No se trata de cambiar de canal por cambiar, ni siquiera de ojear cómo aquel plato redondo da vueltas constantemente, se tiene que buscar el significado que esconde cualquier acertijo de los buenos. Y aunque no sea ningún acertijo, y menos aún de los buenos, mi misión era descubrirlo pasase lo que pasase. Me daba igual no ir a trabajar o no atender a las llamadas de mis amigos que nunca llaman. Todos tenemos objetivos y no pueden ignorarse. Mi aventura duró dos días intensos. Tenía comida y todo lo necesario para mear sin hacer guarrerías inmundas. Encendía el televisor y el microondas en el periodo delimitado y los resultados fueron evidentes. Nada de lo que tenía que pasar pasó, pero como tampoco sabía lo que tenía que pasar, me quedé igual. Mi trabajo fue duro y constante. No desfallecí en ningún momento e intenté evitar que la fatiga me cansase a lo largo de la noche que pasé con los ojos abiertos de par en par. Igual que un búho inexperto cansado de ir a un ritmo distinto del de los demás. Me llamó mi jefe y no cogí el teléfono. Mi deseo era llegar al final y anotar en mi mente los resultados que para algunos podían parecer obvios; suerte que no todos somos «algunos». No me va ponerme un jersey grueso en lugar de dos, comerme la sopa sin hacer ruido, bajar el volumen de la tele aunque estén dando una película X y sean las tres de la mañana y mucho menos generalizar unos resultados científicos tan exhaustivos como los míos. El proyecto terminó con el microondas en su hogar de origen y con los dos ojos en el televisor. Descubrí que si se observa a la vez el televisor y el microondas —vacío y en funcionamiento o lleno y en funcionamiento— durante un intervalo de quince minutos no pasa nada, pero aún hay más. Las dudas me limitan y no me dejan llevar una vida normal. Soy curioso por curiosidad y ambivalente por mi curiosidad a ser mentiroso. ¿Pasaría lo mismo con dieciséis minutos?

 

 
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